Apenas pasa los sesenta, pero la sonrisa y la actitud de Walter lo convierten en un laburante jovial, de esos imparables. Grandote, de pelo blanco y ojos tan claros como buenos, este paisano con sangre belga hace años que brinda servicios en distintos campos salteños.
Nacido y criado en el campo en Santa Lucía, partido de San Pedro de la provincia de Buenos Aires, Walter creció muy feliz junto a su familia, bajo el imborrable ejemplo de su papá Nelson, que hoy lo guía desde el cielo, y de su mamá Nélida, que sonríe de oreja a oreja cuando lo ve llegar. Walter tiene también tres hermanos. Edgardo, que también es su ángel, y Mariel y Delelis.
Como la mayoría de los hijos del campo, su escuela primaria, la Nº17, se ubicaba en un paraje: El Descanso. Después inició el secundario en Santa Teresita de Arrecifes y lo terminó en el Colegio Salesiano de Rojas donde se recibió de Técnico Agrónomo General.
Y si bien tuvo oportunidades de trabajar de otra cosa, Walter siempre sintió que su lugar era el campo. Así que armó su emprendimiento para prestar servicios agropecuarios, básicamente fumigación terrestre y servicios de rastra. Y cuando termina la temporada, riega los caminos de la trilla de zafra.
Amante de los fierros, el fútbol y el buen vino (tinto, claro, y si es con carne asada mejor), en el camino conoció a su mujer, Patricia, el amor de su vida y quien le da una mano con la parte administrativa ya que, los “papeles” no son lo de él. Con los años, nacieron Eric, María Pía, Malena y María Sol; y ya peinando canas llegaron Julia, Vicente y Valentín, sus nietos y su debilidad, capaces de sacarle con sus risas todo lo que se propongan.
A pesar de los años que lleva trabajando los campos, a Walter le gusta conocer la última tecnología de las aplicaciones agropecuarias y ver sus resultados. Por eso trabaja a destajo junto a sus empleados, “mis changos” como los llama, a quienes les reconoce su honestidad y ganas de aprender. “No hay nada como ver el trabajo perfectamente hecho”, afirma.
Y eso se aplica a todo. También cuando se calza el buzo de entrenador de fútbol y dirige a sus equipos. Ahí se mete en cada partido y en cada buena jugada se ve a sí mismo gambeteando en sus mejores años, cuando jugó en la gloriosa “Academia”, Racing Club de Avellaneda. Sin embargo esa experiencia nunca alcanzó para cambiar los colores de su corazón: Azul y Oro.
Walter de Baere vuelve cada día a subirse a las máquinas junto con “sus changos” y mete horas y horas recorriendo y trabajando la tierra. Le gusta su profesión y la ganadería, y a cada paso evoca, con plena conciencia, que “el trabajo del campo es el arte de saber esperar”. Entonces espera, como hace tantos años tantos esperamos, que el futuro venga mejor para todos los laburantes, con mayores oportunidades.
Lo sueña con fuerza para sus nietos. Para Julia, Vicente y Valentín. Y vuelve a girar con la máquina, construyendo ese futuro próspero y feliz.
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